El mundo
El mundo es grande.
Los aviones lo surcan en todas direcciones todo el tiempo.
Viajar.
Podríamos obligarnos a seguir una latitud dada (Julio Verne, Los Hijos del Capitán Grant), o a recorrer los Estados Unidos de América por orden alfabético (Julio Verne, El Testamento de un excéntrico) o haciendo coincidir el paso de un estado a otro con la existencia de dos ciudadades homónimas (Michel Butor, Mobile).
Sorpresa y decepción de los viajes. Ilusión de haber vencido la distancia, de haber borrado el tiempo.
Estar lejos.
Ver de verdad algo que durante mucho tiempo sólo fue una imagen en un viejo diccionario: un géiser, una catarata, la bahía de Nápoles, el lugar donde estaba situado Gavrilo Princip cuando disparó al archiduque Francisco Fernando de Austria y a la duquesa Sofía de Hohenberg, en la esquina de la calles Francisco-José y del paseo Appel, en Sarajevo, justo enfrente de la taberna de los hermanos Simie, el 28 de junio de 1914 a las once y cuarto.
O mejor todavía, ver muy lejos de su supuesto lugar de origen un objeto perfectamente feo, como por ejemplo una caja hecha con conchas que pone "Recuerdo de Dinard" en un chalet de la Selva Negra, o perfectamente común, como una percha que pone "Hotel Saint Vincent, Commercy" en un bed an breakfast de Inverness, o perfectamente improbable, como el Repertorio arqueológico de la provincia de Tarn, escrito por el señor H. Crozes, París 1865, in-4, 123 p., en el salón de una casa de huéspedes en Regensburg (más conocida en Francia con el nombre de Ratisbonne).
Ver aquello que simpre se soñó con ver. Pero, ¿qué hemos soñado con ver? ¿Las grandes Pirámides? ¿el retrato de Melanchthon, de Cranach? ¿La tumba de Marx? ¿La de Freud? ¿Boukhara y Samarkhanda? ¿El sombrero que lleva Katherin Hepburn en Sylvia Scarlet?
(Un día que iba de Forbach a Metz, di un rodeo para ir a ver el lugar de nacimiento del general Eblé en Saint-Jean Rohrbach.)
O mejor, descubrir lo que no se había visto, lo que no se esperaba, lo que no se imaginaba. Pero cómo poner ejemplos: no es lo que se había venido enumerando a lo largo del tiempo dentro del abanico de sorpresas o maravillas de este mundo; no es ni lo grandioso, ni lo impresionante; ni siquiera es lo extranjero forzosamente: al contrario, sería más bien lo familiar recobrado, el espacio fraternal...
¿Qué se puede conocer del mundo? Desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, ¿cuánto espacio puede llegar a barrer nuestra mirada? ¿Cuántos centímetros cuadrados del planeta Tierra habrán tocado nuestras suelas?
Recorrer el mundo, surcarlo en todos los sentidos, nunca será algo más que conocer unas cuantas áreas, unas cuantas fanegas: minúsculas incursiones en vestigios desencarnados, escalofríos de aventura, búsquedas improbables coaguladas en una bruma almibarada de la que nuestra memoria sólo guardará algunos detalles: más allá de esas estaciones y de esas carreteras, y de las pistas resplandecientes de los aeropuestos, y de esas exiguas bandas de terreno iluminadas durante un breve instante por un tren nocturno lanzado a gran velocidad, más allá de los paisajes largo tiempo esperados y descubiertos demasiado tarde, y de los montones de piedras y de los montones de obras de arte, lo único que habrá será tres niños corriendo por una carretera blanca, o una casita a la salida de Avignon, con una cancilla de madera pintada de verde hace mucho tiempo, las siluetas de los árboles perfiladas en la cima de una colina en los alrededores de Sarrebrück, cuatro obesos risueños en la terraza de un café en los suburbios de Nápoles, la gran calle de Brionne, en Eure, dos días antes de Navidad, a eso de las seis de la tarde, el frescor de una galería cubierta en el soco de Sfax, una minúscula presa que atraviesa un lago escocés, una carretera llena de curvas cerca de Corvo-l´Orgeuilleux... Y junto a todo ello, irreductible, inmediato y tangible, el sentimiento de la concreción del mundo: algo claro, más próximo a nosotros: el mundo, no ya como un recorrido que hay que volver a hacer sin parar, no como una carrera sin fin, un desafío que siempre hay que aceptar, no como el único pretexto de una acumulación desesperante, ni como ilusión de una conquista, sino como recuperación de un sentido, percepción de una escritura terrestre, de una geografía de la que habíamos olvidado que somos autores.
Georges Perec - Especies de Espacios
(traducción - Jesús Camarero)
El mundo es grande.
Los aviones lo surcan en todas direcciones todo el tiempo.
Viajar.
Podríamos obligarnos a seguir una latitud dada (Julio Verne, Los Hijos del Capitán Grant), o a recorrer los Estados Unidos de América por orden alfabético (Julio Verne, El Testamento de un excéntrico) o haciendo coincidir el paso de un estado a otro con la existencia de dos ciudadades homónimas (Michel Butor, Mobile).
Sorpresa y decepción de los viajes. Ilusión de haber vencido la distancia, de haber borrado el tiempo.
Estar lejos.
Ver de verdad algo que durante mucho tiempo sólo fue una imagen en un viejo diccionario: un géiser, una catarata, la bahía de Nápoles, el lugar donde estaba situado Gavrilo Princip cuando disparó al archiduque Francisco Fernando de Austria y a la duquesa Sofía de Hohenberg, en la esquina de la calles Francisco-José y del paseo Appel, en Sarajevo, justo enfrente de la taberna de los hermanos Simie, el 28 de junio de 1914 a las once y cuarto.
O mejor todavía, ver muy lejos de su supuesto lugar de origen un objeto perfectamente feo, como por ejemplo una caja hecha con conchas que pone "Recuerdo de Dinard" en un chalet de la Selva Negra, o perfectamente común, como una percha que pone "Hotel Saint Vincent, Commercy" en un bed an breakfast de Inverness, o perfectamente improbable, como el Repertorio arqueológico de la provincia de Tarn, escrito por el señor H. Crozes, París 1865, in-4, 123 p., en el salón de una casa de huéspedes en Regensburg (más conocida en Francia con el nombre de Ratisbonne).
Ver aquello que simpre se soñó con ver. Pero, ¿qué hemos soñado con ver? ¿Las grandes Pirámides? ¿el retrato de Melanchthon, de Cranach? ¿La tumba de Marx? ¿La de Freud? ¿Boukhara y Samarkhanda? ¿El sombrero que lleva Katherin Hepburn en Sylvia Scarlet?
(Un día que iba de Forbach a Metz, di un rodeo para ir a ver el lugar de nacimiento del general Eblé en Saint-Jean Rohrbach.)
O mejor, descubrir lo que no se había visto, lo que no se esperaba, lo que no se imaginaba. Pero cómo poner ejemplos: no es lo que se había venido enumerando a lo largo del tiempo dentro del abanico de sorpresas o maravillas de este mundo; no es ni lo grandioso, ni lo impresionante; ni siquiera es lo extranjero forzosamente: al contrario, sería más bien lo familiar recobrado, el espacio fraternal...
¿Qué se puede conocer del mundo? Desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, ¿cuánto espacio puede llegar a barrer nuestra mirada? ¿Cuántos centímetros cuadrados del planeta Tierra habrán tocado nuestras suelas?
Recorrer el mundo, surcarlo en todos los sentidos, nunca será algo más que conocer unas cuantas áreas, unas cuantas fanegas: minúsculas incursiones en vestigios desencarnados, escalofríos de aventura, búsquedas improbables coaguladas en una bruma almibarada de la que nuestra memoria sólo guardará algunos detalles: más allá de esas estaciones y de esas carreteras, y de las pistas resplandecientes de los aeropuestos, y de esas exiguas bandas de terreno iluminadas durante un breve instante por un tren nocturno lanzado a gran velocidad, más allá de los paisajes largo tiempo esperados y descubiertos demasiado tarde, y de los montones de piedras y de los montones de obras de arte, lo único que habrá será tres niños corriendo por una carretera blanca, o una casita a la salida de Avignon, con una cancilla de madera pintada de verde hace mucho tiempo, las siluetas de los árboles perfiladas en la cima de una colina en los alrededores de Sarrebrück, cuatro obesos risueños en la terraza de un café en los suburbios de Nápoles, la gran calle de Brionne, en Eure, dos días antes de Navidad, a eso de las seis de la tarde, el frescor de una galería cubierta en el soco de Sfax, una minúscula presa que atraviesa un lago escocés, una carretera llena de curvas cerca de Corvo-l´Orgeuilleux... Y junto a todo ello, irreductible, inmediato y tangible, el sentimiento de la concreción del mundo: algo claro, más próximo a nosotros: el mundo, no ya como un recorrido que hay que volver a hacer sin parar, no como una carrera sin fin, un desafío que siempre hay que aceptar, no como el único pretexto de una acumulación desesperante, ni como ilusión de una conquista, sino como recuperación de un sentido, percepción de una escritura terrestre, de una geografía de la que habíamos olvidado que somos autores.
Georges Perec - Especies de Espacios
(traducción - Jesús Camarero)